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El eufórico concierto de los Rolling Stones dentro y fuera del Estadio Nacional

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Los vecinos del Estadio Nacional también tienen bandos opuestos como los beatlemaníacos y los rollingas. Mientras los que viven frente a avenida Grecia se quejan del desorden que provocan los recitales en el Julio Martínez Prádanos, quienes viven de Campo de Deportes al poniente instalan sus propias pymes de alojamiento, baño y comida al paso para los rockeros debidamente anunciadas en avisos de cartón. Empanadas veganas, de carne y completos con variedad de salsas completan el cuadro.

Desde las terrazas cercanas de la Villa Olímpica o Ñuble, familias completas se instalan para escuchar los ecos del cancionero Stones junto a una cerveza en sillas de playa o sentadas en la cuneta popular.

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A esa hora, dos enormes filas rodean el estadio cercado por vallas papales y food trucks, como llaman ahora a los carros de fritanga. Peleas a combos por los colados en las históricas colas para ver a los Rolling Stones caldean el ambiente. Los revendedores también sudaban tratando de controlar la sorpresiva demanda de tickets, mientras en Twitter el mercado de entradas vivía su miércoles negro y se sorteaban pases a cancha gratis o las liquidaban un 30% de su valor.

Otros relatos hablaban de un amable tránsito desde las ubicaciones Andes a Golden para que la grabación de la gira tuviese imágenes impecables. Un par de drones y un helicóptero captaban los mejores ángulos al atardecer. Más abajo, un bando publicado en algunos muros de las entradas más caras advertía que si en el registro visual final el fanático se reconoce a sí mismo gozando con los Rolling Stones, no podrá exigir royalty alguno.

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Desde fuera, simpatizantes de la banda despliegan sus banderas de Brasil, Colombia o Uruguay exclusivamente para girar con la banda. Algo más contenidos, los representantes de las embajadas anglo disfrutan bajo las torres de iluminación y la mesa de sonido. Voces autorizadas de rollingas de Venezuela y Argentina (Córdoba específicamente) que escaparon por un rato de sus respectivas crisis económicas, se quejan del precio de otros commoditys de la jornada que se sumían en la inflación. Las papas fritas ($3000) estaban paradójicamente más caras que una hamburguesa con queso ($2000). Gerardo, de Caracas, se encoge de hombros. Si ve a los Stones acá, se los pierde porque la crisis no da para llevar a Jagger, Richards, Watts y Wood a tocar donde Maduro. Está ubicado en las primeras filas, la zona Entel Golden ($170.000) ante la pasarela en que el frontman se contorneará a lo largo del recital cortesía de la entrada que le regaló meses atrás su esposa. Hoy están separados. “It´s only rock and roll, but i Like it”, dice.

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Cada cierto tiempo, Gerardo pide ayuda para entender algunos de los chilenismos que se despacha el histriónico vocalista de los Stones. “Hola cabros”, dice. Jagger encontró “bacán” su reencuentro con los chilenos y advirtió que su banda no se aprendió “la canción del Guatón Loyola porque era muy difícil” entre otros localismos. Incluso el rockero de 72 años le pegó su repasada al cambio que ha tenido Chile desde su última visita el 95. Agrega que se sorprendió de la cantidad de edificios y “construcciones fálicas” en Santiago. Ojalá el dueño del Costanera y principal sponsor del show se haya perdido esa parte.

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El show fue básicamente una versión remozada para Latinoamérica del apoteósico tour Zip Code que hasta julio del año pasado paseaba la megaestructura de los Rolling Stones por todo EEUU. El escenario del Nacional, algo más humilde que el original, sumó gráficas desarrolladas especialmente para la región y Chile que se proyectaron en sus 3 enormes pantallas.

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El setlist fue un necesario repaso por los últimos 50 años de carrera de los Stones sin espacio para material reciente. “Ya no queda nada nuevo que hacer”, dicen un par de zorrones entre bocanada y bocanada de hierba. Alguien habla de transfusiones periódicas de sangre, de papilla de células madre para mantenerse vivos y bolsas urinarias camufladas en las guitarras. Se ríen del sepulcral gesto de los Stones quienes siguen ahí de pie. Tocando, aullando y bailando mientras los bromistas exigen un intermedio para sentarse un rato.

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Al lado de esta fauna, el verdadero rollinga se reconoce porque es el que hace girar la polera en el aire durante “Honky Tonk Woman” y canta algo más que los coros en “(I can’t get no) Satisfaction” y “Miss You”. Avanzada la noche, cuando todo es éxtasis, basta apenas un gesto metafísico para que algunos vendedores de Coca Cola salven la jornada con discretas petacas de ron a $10 mil.

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No sonaron acá en Ñuñoa los riffs de “You got me rocking”, “Can’t you hear me knocking” y “Before they make me run” que fueron parte de los recientes shows de The Rolling Stones en EEUU. Por otro lado, para los chilenos sí hubo “She´s a rainbow” (interpretada a pedido del público), “Paint it black” y “You got the silver” de Keith Richards, el guitarrista mítico que esta vez tuvo toda la atención y respeto que le fueron negados en 1995.

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A la salida, el mar humano se reencuentra con viejos amigos, viejos amores y pocas micros. Los mercaderes del templo en la tienda oficial de merchandising ofrecen la polera oficial en tallas extragrandes a 30 mil. Fuera del estadio, el souvenir oficial es “La Boquita de Mick Jagger” a mil. La nota criolla y extravagante de la jornada.

Un souvenir que pasó desapercibido fue el gorrito que acompañó a Jagger al regresar al escenario en “Midnight rambler” y que le daba un aire a Dióscoro Rojas. Los que siguieron el turisteo de los Stones por Chile, reconocieron la prenda que venden en la casa Museo de Pablo Neruda en Bellavista y que el mismo cantante reconoció como uno de sus destinos en Santiago, junto a un improbable paseo por un café con piernas y la adopción de 4 quiltros, según dijo.

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Los fans cordobeses comparan el Estadio Nacional con La Bombonera mirando desde fuera. Con el mismo gesto europeo y brazos en jarra, se enteran de que hay que usar la tarjeta Bip! para movilizarse a estas horas, pasada la medianoche, y preguntan si acá también el metro funciona hasta la medianoche como en Buenos Aires.

Los servicios de regiones reúnen a sus ovejas desparramadas alrededor de sus vans y buses para volver a casa una vez que acabe el taco. Algunos pasajeros perdidos aseguran estar cerca del Pilucho. “¿Qué es el Pilucho?, pregunta el chofer del furgón chino “Concepción-Santiago”. Los taxistas realizan su tradicional jugarreta mafiosa de no abrir la puerta hasta saber si el pasajero va más allá de la Plaza Italia o la cota mil. La tradición recomienda (a través de los mismos choferes) nunca subirse a un taxi que está parado esperando pasajeros. Esos son los que dan el palo. Total en Chile hay plata para ir a ver a los Rolling Stones.

Una hora y media después, reportes de Twitter hablan de gente con poleras rollinga caminando más allá de Teatinos con la Alameda pasadas las 1:30 AM. Imitando los pasos de gallina de Mick Jagger y preguntándose si los Rolling Stones van a terminar enterrando a todos los ídolos que se están yendo.

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AUTOR: La Nación
FUENTE: Carlos Salazar
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