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Historia de dos visitas

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1987. Entraron como a las cuatro de la mañana. Todo estaba oscuro. No eran militares. Tampoco Carabineros…

* Por Germán Alburquerque 1987. Entraron como a las cuatro de la mañana. Todo estaba oscuro. No eran militares. Tampoco Carabineros. Eran mis padres. Íbamos a ver al Papa a la Plaza de la Constitución. Fui obligado. Lo vi a él, todo vestido de blanco, una imagen que impresionaba. También vi, por primera y última vez, a Pinochet. Treinta años después nos vuelve a visitar el Sumo Pontífice, en apariencia un Papa muy distinto. ¿Es Chile un país tan distinto al de 1987? Quizá la misma pregunta carezca de sentido… Esa vez se vivió una fiebre por ver al Papa que difícilmente se repita ahora. Cientos de miles, millones de personas se movilizaron con la esperanza de escucharlo o al menos divisar su figura. Vivíamos en otra época. Bajo la dictadura de Pinochet se respiraba el clima represivo: la libertad para expresarse, para ser escuchado, se había reducido al mínimo; nuestro aislamiento geográfico se potenciaba por la incomunicación, por la censura, por el vacío que el mundo exterior nos hacía sentir; sin televisión por cable, sin internet, nuestra ventana al mundo era la televisión, mejor dicho, los cuatro o cinco canales locales de televisión–todos, unos más, otros menos, cooptados por el gobierno–que procesaban lo que les llegaba desde fuera para que lo digiriéramos sin problema. En esos días, mucho más que ahora, lo que no estaba en televisión simplemente no existía. Para los chilenos, por tanto, aparecer en TV significaba existir; sumarse a una masa que aparecía en escena proporcionaba una mínima satisfacción en ese sentido: si no podías salir con nombre y apellido, a toda pantalla, bueno, al menos ser parte de la masa. Si además se trataba de Juan Pablo II, un protagonista político, cultural y mediático del momento, tanto mejor. El Papa se transformó en el vínculo que nos insertaba en la realidad internacional, que nos actualizaba con el resto del planeta. ¿Cómo restarse de tamaño suceso? Teníamos, además, otra relación con la Iglesia Católica y con la religión. No solo porque tres cuartos de la población del país se declaraba de esa confesión–un veinte por ciento más que hoy–, sino porque la Iglesia inspiraba confianza y cercanía, en buena medida por el papel político que había jugado esos años, al lado –no toda, por cierto– de los pobres y de las víctimas de la Dictadura. En tres décadas la imagen de la Iglesia Católica se ha deteriorado, afectada sobre todo por los casos de abuso sexual, y también por posiciones conservadoras que contrastan con las de una sociedad que ha avanzado a otro ritmo. Ahora, ¿qué queda del Chile de 1987? Existen menos pobres, sin duda, pero aún miles de familias viven en la miseria, víctimas de una desigualdad económica inadmisible. Lo mismo con la marginalidad de los jóvenes: todavía nuestra sociedad “no se acuerda de los locos” a tiempo. Nuestros pueblos originarios son ahora visibles, tanto como sus demandas y reivindicaciones históricas no resueltas. La desigualdad de géneros continúa. La justicia ha llegado a cuentagotas. Hay, sin embargo, una enfermedad más silenciosa pero más profunda, de carácter cultural: el imperio del individualismo capitalista que se ritualiza a través del consumo, cuyas raíces eran ya observables en 1987, pero que ha seguido diseminándose entre nosotros, seamos o no conscientes de ello. Si de Juan Pablo II se esperaba algún auspicio al proceso de democratización –lo que llegó más por lo que escuchó que por lo que dijo–, de Francisco cabe esperar un mensaje contundente de espiritualidad que al enjuiciar el materialismo economicista nos sacuda de las mieles del consumo y nos evoque los vínculos comunitarios perdidos. Volviendo a la pregunta acerca de qué tan distinto es Chile, intuyo que ya no es posible hablar de UN solo Chile, sino de varios, o mejor, de un Chile múltiple. Hoy –no lo digo con nostalgia, más bien todo lo contrario–, nuestras fronteras se han desdibujado a causa de la globalización, la emergencia de los grupos indígenas, las migraciones y la diversidad social y cultural. Es paradójico, pero el Chile de 1987, profundamente dividido en lo político, seguía siendo una unidad. Como tantas otras veces, nos unía la catástrofe. * Germán Alburquerque es académico de la Universidad Bernardo O’Higgins, Doctor en Historia por la Pontificia Universidad Católica de Chile, y Magíster en Estudios Latinoamericanos por la Universidad de Chile. Se ha especializado en la historia intelectual y política latinoamericana. Es autor del libro La trinchera letrada. Intelectuales latinoamericanos y Guerra Fría (Santiago, Ariadna, 2011).  
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