Dr. Marco Moreno, director Centro Democracia y Opinión Pública, Universidad Central.
El 58% obtenido por José Antonio Kast en la segunda vuelta no es sólo un resultado holgado; es un mandato político de alta intensidad. En términos comparados, se trata de una de las victorias más amplias desde el retorno a la democracia, y eso redefine desde el primer día las expectativas sobre su gobierno. No hay aquí margen para interpretaciones defensivas ni para lecturas minimalistas: el país entregó una señal clara, y esa señal activa una cuenta regresiva inmediata para cumplir lo prometido en campaña.
Desde la ciencia política, el tamaño de la victoria importa porque condiciona la gobernabilidad, el margen de maniobra y el tipo de liderazgo esperado. Un triunfo estrecho habilita gobiernos cautelosos, orientados a administrar equilibrios. Un triunfo amplio, en cambio, eleva el umbral de exigencia.
El 58% no sólo legitima al presidente electo, acota su espacio para la excusa, reduce la tolerancia social al error y acelera la demanda por resultados visibles. Este margen amplía, además, el llamado “capital político inicial”. Kast llega a La Moneda con una base de apoyo robusta, transversal en términos territoriales y socialmente más heterogénea de lo que sugería su núcleo electoral histórico.
Parte importante de ese respaldo no es adhesión ideológica dura, sino voto de orden, de expectativa de control, de corrección del rumbo. Esa distinción es clave: no todo el 58% es lealtad programática; una fracción relevante es crédito condicional, que puede evaporarse si no hay señales tempranas de eficacia.
Aquí emerge la primera tensión estructural: promesas de campaña versus restricciones de gobierno. Kast ofreció certezas, control y decisión en un contexto marcado por inseguridad, desconfianza institucional y fatiga con la política.
El problema es que cuanto más enfática es la promesa, mayor es el costo del incumplimiento. En este escenario, el tiempo político se comprime: los clásicos “100 días” adquieren una densidad inusual, porque el electorado que otorgó una ventaja de 17 puntos espera resultados rápidos, especialmente en seguridad, orden público y gestión del Estado.
El resultado también redefine la relación con el Congreso. Aunque la fragmentación parlamentaria seguirá siendo un rasgo del ciclo que se inicia en marzo de 2026, un presidente que gana con 58% llega con autoridad simbólica reforzada para empujar su agenda.
No garantiza disciplina legislativa, pero sí eleva el costo político de bloquear sin propuesta alternativa. La oposición, a su vez, enfrentará el dilema clásico: resistir desde la confrontación o replegarse hacia una oposición selectiva que no desconozca el veredicto contundente de las urnas.
Otro efecto relevante del margen es sobre el propio oficialismo entrante. Las victorias amplias suelen generar una ilusión de cheque en blanco, y ese es uno de los principales riesgos del ciclo que comienza. El mandato es claro, pero no es ilimitado.
Gobernar leyendo el 58% como adhesión irrestricta puede llevar a errores de sobrerreacción, maximalismo o cierre identitario. La historia comparada muestra que los gobiernos que confunden respaldo electoral con hegemonía política suelen desgastarse más rápido.
En clave prospectiva, el desafío de Kast no será solo cumplir, sino administrar expectativas. Un margen tan amplio obliga a combinar decisión con pragmatismo, velocidad con realismo, autoridad con capacidad de negociación. La paradoja es evidente: el mismo resultado que fortalece al presidente entrante es el que reduce su margen para fallar.
La elección no terminó el 14D. Con un 58% comienza una cuenta progresiva exigente, donde cada promesa será medida contra la vara del resultado obtenido. El tamaño de la victoria no garantiza el éxito del gobierno, pero sí define el estándar bajo el cual será evaluado. Y ese estándar, esta vez, es particularmente alto.

Dr. Marco Moreno, director Centro Democracia y Opinión Pública, Universidad Central.