Cuando en 2018 el editor Alejandro Aliaga Rovira volvió a Santiago —luego de residir varios años en Europa— encontró en lo más recóndito de un cuarto del departamento de su madre tres bolsas que contenían una revelación. En ellas había manuscritos de cuentos y obras de teatro, páginas originales —mecanografiadas o a mano, con anotaciones y flechas—, dibujos y bocetos, guiones y storyboards de escenas humorísticas, recortes de periódicos y revistas con artículos, crónicas de atletismo, historietas y relatos de ficción de un mismo autor: Ignacio Aliaga Straube, el padre de Alejandro, fallecido en 2002.
“Recuerdo que no paré de leer. Yo llevaba dedicándome a la edición de libros por quince años, y sentí que, de alguna forma, tenía que hacer algo con esos papeles que de pronto tuve frente a mí. Conseguí su primer libro, Colocarse cinturones, no fumar, del año 64, en Internet con un vendedor de libros antiguos, googleando. Y me puse manos a la obra. Fue cuando vi en esas bolsas una especie de revelación. Entendí que encontrarlas estaba en mi destino y que era yo el indicado para compilar, editar e intentar hacer circular nuevamente los escritos de mi padre”, cuenta.
Aliaga Straube fue un hombre multifacético. En 1964, con motivo de la publicación de su primera novela, El Mercurio presentó a modo de adelanto los primeros capítulos y lo retrató de esta manera: “Con apenas 40 años de edad ha recorrido las más disímiles profesiones y vivido las más curiosas experiencias. Fue campeón de atletismo, en los 400 metros con vallas, desde 1945 a 1947, seleccionado nacional y participante en competencias continentales. Mientras tanto, estudiaba leyes hasta recibirse en la Universidad de Chile. Fue actor en el Teatro de Mimos de Alejandro Jodorowsky y artista de circo en Coney Island. Publicó cuentos y dibujos en la revista Pobre Diablo, hizo crónica para la revista de la U y fue caricaturista del diario PM. En 1953 ingresó a LAN como sobrecargo y cumplió cuatro millones de kilómetros de vuelo. Ha actuado en televisión en Estados Unidos y Puerto Rico, y ganó el tercer premio de pintura en el Salón de Arte de la Asociación de Abogados”.
Su hijo Alejandro lo recuerda de esta manera: “Él no se parecía a los apoderados de mis compañeros de colegio ni a los padres de mis vecinos. No solo por su edad, ni por las lúdicas prendas de vestir que usaba para ir a buscarme a la salida de clases —unas veces con regios sombreros de cowboy, otras con penachos de pluma sioux o sombreros de ala ancha—, sino porque mientras mi madre, que era dentista, estaba en su consulta, mi padre estaba todo el día escribiendo en una vieja máquina verde, haciendo dibujos y rodeado de lápices, pinceles, papeles de distinto tamaño y grosor, hojas de calco, gomas de borrar, tinta y plumas, y estaba siempre en casa; y cuando no, se reunía con un grupo de amigas y amigos, tanto o más estrafalarios que él, a ensayar y grabar en video escenas humorísticas que él escribía”.

Ignacio Aliaga Straube.
No celebraba cumpleaños ni Navidad
A eso habría que sumar que no le gustaba la playa (no sabía nadar) ni el campo. Era urbano. Era austero. No tenía cuenta bancaria. Amable, cordial, educado, jamás decía un garabato. Le gustaban los gatos y el jazz, en especial las big bands. No celebraba cumpleaños ni Navidad ni nada que tuviera un trasfondo consumista.
Escribió de todo, de la ciudad, de la tecnología, de deportes, del tiempo, de los aviones, pero siempre deslizando entre líneas el humor como estrategia narrativa.
—Tal vez el humor fue una manera de presentarse ante las demás personas, una forma de seducción, de generar un vínculo a través de la risa. Su carácter ligero, alegre y desenvuelto, además, contrastaba con la seriedad que se fue imponiendo en Chile, sobre todo después del golpe militar, donde en el país acabó gustando más ser tomado en serio. Todo se volvió serio, cargado, denso. Tal vez, entendió que, al ser contagioso, el sentido del humor puede crear una atmósfera de intimidad y camaradería, algo clave para nuestra especie, nacida para vivir en comunidad —dice Alejandro.
Fue precisamente Alejandro (en la foto de abajo) el que empujó para que la publicación de “Proyecto de ley sobre días nublados”, definido como una antología de narrativa humorística, viera la luz. Presentó una selección de textos a Ediciones de la Lumbre y juntos presentaron la idea al Fondo del Libro y la Lectura que adjudicó los fondos para su publicación.

“Rescatar los textos de mi padre supone, sobre todo, una oportunidad”
Pensando en tu experiencia como editor, ¿cuál es el valor de este rescate literario?
— No parecen haber demasiados escritores de humor. Tom Sharp, P.D. Woodehouse y Jerome K. Jerome, Groucho Marx, Woody Allen y Fran Lebowitz, por supuesto Cervantes, Valle Inclán y Laurence Stern, Jorge Ibarguengoitía, Fontanarrosa… En Chile, Jenaro Prieto, ¿Nicanor Parra? ¿Bertoni? Mellado, tal vez, o Gumucio. Así que rescatar los textos de mi padre supone, sobre todo, una oportunidad como pocas para aquellos lectores e interesados en el género humorístico de acceder a un autor que lo cultivó en Chile y que, por diversos motivos, no se conoció demasiado. Un género acaso difícil, para el
cual se necesita algo que todos creen tener pero que, en realidad, solo algunos poseen: gracia. Un tipo de gracia, además, expresada por escrito, literaria, que implica una complicidad del lector mediada por palabras que apelan a su agilidad mental para captar sutilezas, comentarios entre líneas o incluso crítica social subyacente. Porque, hasta el humor más blanco y “todo espectador”, tiene un filo y una manera de enfocar. Y todo esto está presente en su obra.
Añade: “Y también es una gran manera de acercarse a una época, los años 60 y parte de los 70, donde el país parecía más propenso a la ligereza y a la risa. Leyendo, captamos que se trata de una época lejana y quizás extinta, unos años donde apelar a lo risible era apelar al ingenio, al juego y la imaginación, antes que al chascarro, el escarnio o la grosería”.